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martes, 3 de enero de 2012

Siempre Alice, una novela sobre el Alzheimer


Septiembre de 2003
Alice estaba sentada a la pequeña mesa de su dormitorio, distraída por los ruidos que provocaba John recorriendo las habitaciones de la planta baja. Antes de ir al aeropuerto necesitaba terminar de revisar aquel artículo para la Revista de Psicología Cognitiva, y acababa de leer la misma frase tres veces sin comprenderla. Según su despertador eran las siete y media, pero creía que iba diez minutos adelantado. Por la hora y el ruido cada vez mayor que le llegaba del piso inferior, dedujo que él tenía que marcharse pero había olvidado algo y no podía encontrarlo. Se dio unos golpecitos con el lápiz rojo en el labio inferior mientras contemplaba los números digitales del reloj y se preparaba para lo que vendría a continuación.
-¿Ali?
Tiró el lápiz sobre la mesita y suspiró. Bajó y lo encontró arrodillado en el salón, rebuscando entre los cojines del sofá.
-¿Las llaves? -preguntó.
-Las gafas. Y por favor, no me regañes. Ya llego tarde.
Ella siguió su frenética mirada hasta la repisa de la chimenea, donde un antiguo reloj Waltham, famoso por su precisión, marcaba las ocho en punto, aunque sabía que no se podía fiar de ese reloj. En aquella casa, los relojes raramente marcaban el tiempo real, a Alice la habían engañado demasiadas veces y desde hacía tiempo prefería confiar en su reloj de pulsera. Al entrar en la cocina retrocedió en el tiempo, ya que el microondas insistía en que sólo eran las 6.52 . Miró por encima de la despejada superficie de la encimera de granito y allí estaban, junto al bol blanco con forma de champiñón y sobre el correo todavía sin abrir.
No debajo de algo, ni detrás de algo que impidiera verlas. ¿Cómo podía alguien tan listo como él, todo un científico, no ver lo que tenía delante de sus narices? Por supuesto, muchas cosas suyas también se ocultaban maliciosamente en pequeños y recónditos escondites, pero jamás lo admitiría ante él ni lo involucraría en la búsqueda. El otro día, por ejemplo, John no se había enterado de que ella pasó una enloquecida mañana buscando el cargador de su Blackberry, primero por toda la casa y después por todo su despacho de la facultad. Al final tuvo que rendirse, ir a la tienda y comprar uno nuevo. Naturalmente, esa noche lo descubrió enchufado junto a la mesita de noche, donde tenía que haber mirado primero. Probablemente podía achacar aquellos despistes a las excesivas tareas de ambos y a que siempre estaban demasiado ocupados. O a que se estaban volviendo viejos. Él apareció en el umbral de la cocina, mirando las gafas que Alice tenía en las manos pero no a ella.
-La próxima vez, cuando busques algo, imagina que eres una mujer -dijo ella sonriendo.
-Me pondré una de tus faldas. Ali, por favor. Llego tarde, de verdad.
-Según el reloj del microondas, te sobra tiempo -respondió, tendiéndole las gafas.
-Gracias.
Las cogió como un atleta cogería el testigo en una carrera de relevos, y se lanzó hacia la puerta principal.
-¿Estarás en casa el sábado cuando vuelva? -le preguntó a la espalda de John mientras lo seguía por el pasillo.
-No lo sé, el sábado tengo un día muy ocupado en el laboratorio. -Y recogió a la carrera la cartera, el teléfono móvil y las llaves de la mesita del recibidor.
-Que tengas un buen viaje. Dale abrazos y besos a Lydia de mi parte, e intenta no pelearte con ella. Ella contempló sus reflejos en el espejo del pasillo:
él, aspecto distinguido, alto, cabello castaño con algunas canas y gafas; ella, pelo rizado y brazos cruzados sobre el pecho; y ambos dispuestos a esgrimir sus propios e insondables argumentos. Alice apretó los dientes y se tragó el suyo, prefiriendo no complicar las cosas.
-Hace mucho que no coincidimos. Por favor, intenta estar en casa -rogó ella.

-Lo sé y lo intentaré.
La besó y, aunque se le notaba ansioso por marcharse, se demoró en el beso un instante más. Si Alice no lo conociera tan bien, podría haber idealizado ese beso y haberse quedado allí de pie, pensando que le había dicho: «Te quiero y te echaré de menos.» Mientras John desaparecía rápidamente calle abajo, estuvo casi segura de que él le hubiera respondido: «Yo también te quiero. Pero, por favor, no te enfades mucho si el sábado no llego a casa temprano.» Todas las mañanas solían atravesar juntos los jardines de Harvard. Entre las muchas cosas que le gustaban 137de que ambos trabajaran en la misma universidad, a un kilómetro escaso de su casa, la que más disfrutaba era compartir el camino con él.
Siempre se detenían en Jerri’s -café solo para él, té con limón para ella, caliente o helado según la estación-, y después seguían hasta la plaza Harvard, charlando sobre sus clases e investigaciones, los temas de sus respectivos departamentos, los hijos o los planes para la tarde. Cuando estaban recién casados, incluso caminaban cogidos de la mano. Ella disfrutaba la relajada intimidad de aquellos paseos matutinos, antes de que la exigencia diaria de sus trabajos y ambiciones los agotara. Ya hacía tiempo que iban a Harvard por separado. Alice había pasado todo el verano con su maletín a cuestas, asistiendo a conferencias de psicología en Roma, Nueva Orleáns y Miami, y formando parte de un comité examinador en la defensa de una tesis en Princeton. En primavera, los cultivos celulares de John necesitaron de una creciente atención a horas intempestivas de la mañana, pero como él no confiaba en que sus alumnos los atendieran debidamente, lo hacía él. No se acordaba de los motivos anteriores a aquella primavera, pero sí que siempre parecían razonables y únicamente temporales.
Volvió a su artículo, todavía distraída y ahora también ansiosa por la pelea que no había tenido con John a causa de Lydia, su hija pequeña. ¿Tan difícil era que la apoyase a ella y no a su hija por una vez en la vida? Dedicó al resto del artículo un esfuerzo superficial, suficiente dado su fragmentario estado mental y la escasez de tiempo, pero lejos de su típico estándar de excelencia. Terminados sus comentarios y sugerencias, lo metió en un sobre que cerró a continuación, culpablemente consciente de que podía haber cometido algún error en la concepción o interpretación del artículo, maldiciendo a John por comprometer la integridad de su propio trabajo.
Reorganizó el maletín, que ni siquira había vaciado de su anterior viaje. En los meses siguientes viajaría menos, sólo tenía un puñado de conferencias confirmadas en su calendario semestral de otoño, y la mayoría era en viernes, día que no tenía clases. Como la de mañana. Mañana sería la conferenciante invitada que cerraría la serie de coloquios otoñales sobre psicología cognitiva. Y después iría a ver a Lydia. Intentaría no pelearse con ella, pero no podía prometer nada. Alice encontró fácilmente el camino hasta el Cordura Hall de Stanford, situado en la esquina oeste del campus y Panama Drive. Para ella, mujer de la costa Este, su exterior de hormigón estucado de blanco, el techo de terracota y la vegetación exuberante le recordaban más a un hotel playero que a un edificio académico. Llegaba con bastante adelanto, pero entró de todas formas, suponiendo que podría emplear el tiempo sobrante para sentarse en el auditorio y repasar su conferencia. Para su sorpresa, la sala ya estaba abarrotada. Una multitud entusiasta rodeaba una larga mesa, peleándose agresivamente como gaviotas en una playa por conseguir algo de comida. Antes de poder retroceder y pasar desapercibida descubrió a Josh, un viejo compañero de clase de Harvard y reputado ególatra, cruzado en su camino con las piernas bien plantadas en el suelo y un poco demasiado abiertas, como dispuesto a abalanzarse sobre ella.
-¿Todo esto es por mí? -preguntó Alice, sonriendo complacida.
-No; comemos así todos los días. Esto es por uno de nuestros psicólogos desarrollistas, ayer lo confirmaron en su puesto. ¿Cómo te trata Harvard?
-Bien.
-No puedo creer que sigas allí después de tantos años, es demasiado aburrido. Tendrías que venir aquí.
-Ya veremos. ¿Cómo te va a ti?
-Fantásticamente. Deberías ir a mi despacho después de la conferencia y ver nuestros últimos modelos para la obtención de datos. Te van a alucinar.
-Lo siento, pero no podré. En cuanto acabe aquí, tengo que tomar un avión a Los Ángeles -respondió ella, agradecida por tener una excusa preparada.
-Oh, lástima. La última vez que te vi creo que fue el año pasado en la conferencia de psiconomía. Por desgracia me perdí tu presentación.
-Bueno, hoy podrás escuchar una buena parte de ella.
-Reciclando antiguas conferencias, ¿eh?
Antes de que respondiera, Gordon Miller, director del departamento y su nuevo superhéroe, apareció repentinamente y la salvó pidiéndole a Josh que lo ayudara a repartir el champán. En el departamento de Psicología de Stanford, como en todo Harvard, era una tradición brindar con champán cuando alguien alcanzaba un codiciado hito en su carrera como era la obtención de un puesto fijo. No había muchas trompetas que anunciaran los avances puntuales de la carrera de un profesor, pero un puesto fijo era uno grande, alto y claro. Cuando todo el mundo tuvo su copa en la mano, Gordon subió al estrado y le dio unos golpecitos al micrófono.
-¿Pueden prestarme un momento de atención, por favor?
La risa de Josh, excesivamente alta, reverberó por todo el auditorio antes de que Gordon continuase. -Hoy debemos felicitarnos porque Mark haya conseguido un puesto fijo en nuestro departamento. Estoy seguro de que se siente emocionado por haber conseguido ese particular logro, y brindo por los muchos que todavía le quedan por conseguir. ¡Por Mark!
-¡Por Mark!
Alice entrechocó su copa con la de sus vecinos, y todo el mundo reanudó rápidamente sus tareas de beber, comer y charlar. Cuando toda la comida desapareció de las bandejas y las últimas botellas se vaciaban en las copas, Gordon volvió al estrado.
-Si tienen la bondad de sentarse, podremos dar paso a la conferencia de hoy. -Esperó unos momentos a que la multitud de setenta y cinco personas se acomodara y se callase-. Hoy tengo el honor de presentarles la primera conferencia‑coloquio del año. La doctora Alice Howland es una eminente profesora de Psicología de la William James de Harvard. En los últimos veinticinco años de su distinguida carrera ha participado en muchos de los avances más significativos en psicolingüística. Fue pionera del enfoque interdisciplinar e integrado en el estudio de los mecanismos lingüísticos y sigue liderando ese campo. Hoy tenemos el privilegio de tenerla entre nosotros para que nos hable de la organización conceptual y neuronal del lenguaje.
Alice intercambió sitio con Gordon y vio que el público la contemplaba expectante. Mientras esperaba que los aplausos amainaran, pensó en las estadísticas que indicaban que la gente le tenía más miedo a hablar en público que a la propia muerte. A ella en cambio le encantaba y disfrutaba de esos momentos previos a su intervención ante un auditorio atento, ya fuera para dar una clase, narrar una historia o moderar un debate acalorado. También disfrutaba de la descarga de adrenalina que todo aquello suponía. Cuanto más arriesgase en su disertación, cuanto más sofisticado y hostil fuera el público, más la excitaba la experiencia. John era un orador excelente, pero a menudo se sentía presa del pánico, y se maravillaba ante la facilidad de palabra de Alice. Probablemente no prefería la muerte, pero sí enfrentarse a un ejército de serpientes y arañas.
-Gracias, Gordon. Hoy les hablaré de algunos de los procesos mentales que subyacen en la adquisición, organización y utilización del lenguaje.
Alice había utilizado las bases de aquella particular conferencia innumerables veces, pero ella no lo llamaría reciclaje. El quid de la cuestión consistía en centrarse en los principios más importantes de la lingüística, algunos de los cuales había descubierto ella misma, y desde hacía años utilizaba gran parte de las mismas diapositivas. Pero se sentía orgullosa, no avergonzada ni perezosa, de que esa parte de su conferencia, la que se centraba en sus descubrimientos, siguiera vigente y resistiera el paso del tiempo.Sus contribuciones sostenían y propulsaban futuros descubrimientos.
Y seguro que ella participaría en ellos. Hablaba sin necesidad de consultar sus notas, relajada y animada, las palabras surgiendo sin esfuerzo. Hasta que a los cuarenta minutos de una presentación de cincuenta, se quedó repentinamente en blanco.
-Los datos revelan que los verbos irregulares requieren el acceso al…
No podía encontrar la palabra adecuada. Sabía lo que quería decir, pero la palabra concreta la eludía. No recordaba la primera letra, cómo sonaba la palabra o cuántassílabas tenía. Y tampoco la tenía en la punta de la lengua. Había desaparecido de su mente. La culpa tenía que ser del champán. Normalmente no bebía alcohol antes de sus conferencias. Aunque se supiera el texto de carrerilla, incluso en las circunstancias más informales, le gustaba estar lo más mentalmente despierta, sobre todo por la sesión de preguntas y respuestas del final, que podía ser polémica y abrir un debate rico e imprevisto. Pero cuando volvió a verse atrapada en una conversación pasivo‑agresiva con Josh, no quiso ofender a nadie negándose a brindar y había bebido un poco más de la cuenta. Quizá fuera el jet‑lag.
Mientras rebuscaba por los rincones de su mente en busca de la palabra y las razones de que la hubiera perdido, su corazón se aceleró y su rostro enrojeció. Pero nunca se dejaba dominar por el pánico frente a un público, y ya había superado momentos más comprometidos que ése. Respiró hondo, dispuesta a olvidar el incidente y seguir adelante. Sustituyó la palabra olvidada con un vago e inapropiado «eso», abandonó el punto concreto que estaba desarrollando y pasó al siguiente. La pausa le pareció una eternidad, pero cuando miró los rostros del público para ver si alguien había notado su lapsus, nadie pareció alarmado, molesto o simplemente alterado. Entonces vio cómo Josh le susurraba algo a la mujer que se encontraba a su lado, con las cejas enarcadas y una ligera sonrisa en el rostro. Se encontraba en el avión, descendiendo ya hacia el aeropuerto de Los Ángeles, cuando por fin recordó la palabra.
«Léxico.» Hacía tres años que Lydia vivía en Los Ángeles. De haber ingresado en la universidad después del instituto, se habría licenciado la primavera anterior y Alice se sentiría orgullosa de ella. Probablemente, Lydia era más lista que sus hermanos mayores, los gemelos, y ellos sí habían ido a la universidad. Una a la facultad de Derecho, y el otro a la de Medicina. En lugar de centrarse en la universidad, Lydia decidió viajar primero por Europa. Alice supuso que volvería con una idea más clara de qué quería estudiar y a qué facultad pretendía ir.
Pero, tras su vuelta, dijo que había estado haciendo sus pinitos como actriz en Dublín y que se había enamorado de esa profesión. Pensaba trasladarse a Los Ángeles de inmediato. Alice casi perdió la cabeza. A pesar de sentirse locamente frustrada, reconoció su propia contribución al problema. Como Lydia era la más joven de los tres, hija de unos padres que trabajaban mucho y viajaban con cierta regularidad, y como siempre había sido una buena estudiante, Alice y John la habían ignorado demasiado. Le habían ofrecido mucho espacio para que se creara su propio mundo, mucha libertad para que pensara por sí misma y mucha autonomía, lo que no era común entre los niños de su edad. Creyeron que sus vidas profesionales le servirían como ejemplo deslumbrante de lo que se podía conseguir si uno se planteaba metas nobles e individualmente satisfactorias y las perseguía con pasión y mucho esfuerzo. Lydia comprendió los consejos de su madre acerca de la importancia de recibir una educación universitaria, pero tuvo la confianza y la audacia suficientes para rechazarlos. Además, no estaba enteramente sola.
Fragmento de "Siempre Alice"
Siempre Alice es una novela que retrata de manera profundamente conmovedora los efectos del alzheimer. Alice Howland está orgullosa de la vida que tanto esfuerzo le ha costado construir. A los cincuenta años, es profesora de psicología cognitiva en Harvard y una experta lingüísta de fama mundial, con un marido exitoso y tres hijos adultos. Cuando empieza a sentirse desorientada y olvidadiza, un trágico diagnóstico cambia su vida, al tiempo que su relación con su familia y con el mundo, para siempre.

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